UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Una mesa de bar, esos amigos que nos esperan

Por Javier Arias

Cierta vez la ventura del tiempo me dejó en una plaza de Cienfuegos, la perla del sur, aseguran. Estaba yo en uno de esos colectivitos que dan vueltas por las sierras cubanas llevando de acá para allá mujeres gordas para conocer las joyas de la isla caribeña.
Ni bien bajamos, algunas mujeres, una de ellas embarazada, más niña que madre, se arremolinaron frente al micro con el pedido sempiterno de jabones y champú. Como tengo esta cara entre turco y vaya uno a saber qué, pero que la fortuna de las cruzas hace que sea más caribeño que canadiense, me escabullí por un costado y comencé a caminar entre los canteros.
El día estaba claro, sin nubes y con un sol impiadoso que obligaba a buscar refugio entre glorietas y recovas, y encaré para una de ellas.
Las baldosas antiguas amortiguaban las pisadas apuradas del mediodía, olía, como toda recova cubana, a café y a tabaco. Me detuve unos segundos y observé como mi pequeño grupo de pertenencia, comandados por la guía que hacía señas con las manos alzadas, entraba a una cafetería unos metros adelante.
Junto a la puerta había varias mesas, todas vacías menos una; tres muchachos fumaban displiscentes mientras casi sin ganas les ofrecían a los recién llegados habanos y ron.
Me acerqué y aspiré extasiado el humo que se disolvía en el aire.
Uno de los bandidos me miró y entrecerró los ojos, tal vez intrigado, tal vez indeciso, y cuando estaba a punto de hablarme, lo atajé con mi acento argentino inconfundible y le pedí un cigarro. Sonriendo, me dice que no tiene uno para venderme, sólo en caja; le respondo que está bien, que la caja está bien, y con una sonrisa más amplia me contesta que tampoco, que las cajas las tiene en su casa y ante mi mirada de desconcierto logra algo que parecía imposible, expandir aún más esa sonrisa y me convida de su propio habano.
Me siento en una de las sillas vacías y me hacen uno más, con tanta naturalidad que asusta, pero que a la vez me confirma que no hay kilómetros que puedan desunir la belleza de un bar de amigos.
Fumamos juntos, me cuentan de penurias y de alegrías, de trabajos perennes, de familias que esperan y de críos con nombres que hoy he olvidado.
De repente, justo en frente, sobre la plaza, aparece un gentío casi imposible en ese calor de estío caribeño, arremolinados sobre dos que se gritan y se discuten. El tumulto de pronto parece una escena de Fellini sacado de la galera polvorienta de un mago alcoholizado. Caminan lentamente, de norte a sur de la plaza, alborotando los brazos morenos, en una barahunda de telas blancas y sudores agitados.
Mis nuevos amigos se desentienden por unos segundos de nuestra conversación, pero en seguida vuelven su mirada a la mesa de marmol buscando el vaso de cerveza ya vacío.
Les pregunto qué había sido todo eso, un tema de familia me responden, de tarde en tarde pasa, me cuentan, pero todo se soluciona con un par de cachetazos en la casa.
Y se olvidan hasta la próxima tarde.
Yo me levanto, desde el micro ya me miran con ansioso apuro de excursión mal cronometrada. Me piden que me quede, que termine el habano, que cenemos juntos, que la vida es corta y la dicha es mucha. Me levanto igual, con mucha menos voluntad de la que hubiera esperado media hora antes.
Me acompañan, me abrazan, me recuerdan inutilmente sus nombres y me hacen prometer volver.
Desde el micro los miro y los saludo por última vez con una mano en alto. Uno de ellos me sigue mirando, me regala una última sonrisa y se pierde entre las palmeras.

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