UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Algunas manías personales

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Tengo un problema con las muletillas. Lo sé, a veces peco de excesivamente hincha pelotas, pero no puedo evitarlo. También sé que cada uno tiene el derecho de hablar como se le cante, convengamos que tampoco ando retando a la gente cuando habla como no me gusta, no señor, calladito me la banco y rechino los dientes en silencio. A veces también me tiento y reprimo ferozmente la carcajada cada vez que mi interlocutor vuelve a pisar el palito de esa frase o esa palabra a la que recurre involuntariamente. Bah… Espero que sea involuntariamente, no vaya a ser que la sociedad en su conjunto, en una maniobra intimidatoria sin igual se haya confabulado contra mí y esté organizada para torturarme con esta vil iteración de vocablos. No, no creo.
Y usté dirá, ¿será para tanto? Y yo le responderé, sí, definitivamente sí. Porque no es sólo que el idioma castellano sea tan hermoso y pródigo en sinónimos, que lo es. Tampoco porque sea una manía sumamente cacofónica y disonante, que altera el normal discurrir de la conversación, que también lo es. Sino que es intrínsecamente molesto que cada tres palabras este bendito señor, tan educado, tan simpático, tan entrador, me meta un “por lo general”.
El tipo viene explicando, como un campeón dirían en los barrios, toda la historia de ese valle fueguino, de cómo los glaciares se fueron retirando, dejando escalones de piedra, y cómo la turba, esa porquería esponjosa que estamos pisando, crece de a milímetro por año, y no va que entre glaciar y glaciar, entre turba y turba, inserta el consabido “por lo general”. “Por lo general, si miramos hacia el sur veremos…”, “los castores viven, por lo general, sólo de a una familia por laguna…”, por lo general me hincha los quinotos, y me saca completamente del eje de tan hermoso lugar y tan magnífica explicación.
Y eso sin contar con las comillas. Porque uno las entiende en el lenguaje escrito, uno encomilla las citas textuales, los nombres de las cosas y cuando, claro, pretende darle un sentido “especial” a una palabra o frase. ¿Y por qué lo hace? Porque en el lenguaje escrito, amigo, no hay forma de entonar las letras. Uno escribe bobo y bobo, y se leen igual ¿no? Pero le juro que yo los escribí girando la cabeza diferente para cada “bobo” y hasta me sonreí ladinamente en el segundo, pero usté nunca lo sabrá. ¡Aja! Pero en la oralidad es distinto, tenemos toda nuestra capacidad vocal para darle la entonación que querramos a nuestro discurso. ¿Queremos ironizar sobre la vida de la rata almizclera? Nada más fácil. ¿Queremos dar a entender que lo que asegura Fauna de provincia es una tremenda pelotudez? Simple, los tonos nos ayudan, la mirada nos ayuda, los labios nos ayudan, ¡pero que no nos ayuden las comillas, mi señor! No hace falta que cada vez que pretendemos decir algo “con sentido” levantemos las dos manitos y juntando índice y anular hagamos el dibujito virtual de las comillas, cansa muchacho, juro que cansa. Y si encima lo intercalás con los “por lo general” dan ganas de ahogarte en esa laguna Esmeralda tan bonita que se ve ahí adelante.
Puffff… Bueno, ya está, necesito tomarme unos segundos, respirar hondo, contar hasta diez y seguir, que lo que cuenta sobre la evolución de las aves hacia los pajaritos que saben cantar es sumamente interesante y no tenía idea al respecto, que para mí todos eran pajaritos, del género de los que tienen pico y patitas. Y sigamos caminando sobre la turba, que Tierra del Fuego es hermosa, y no hacen falta muletillas para asegurarlo.

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