Página de cuento 781

Kachavara For Ever – Parte 24

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

Al escuchar el eco sordo de la voz del dictador Assalamu, Fatimota calló. Hizo un silencio nervioso, como el de la sale de espera de un odontólogo, cuando a través de la puerta del consultorio se escucha el torno y, de repente, se silencia el torno, y todo en el interior del consultorio es silencio, y en momentos como este uno, que sigue esperando leyendo una revista de chimentos de la farándula de 12 años de antigüedad se pregunta: “¿Habrá muerto el paciente?
Así hizo silencio Fatimota, con temor, con pánico de ser descubierta por la guardia viscayarteana del Jefe Comunal, y ser sometida a todo tipo de vejámenes antes de su ejecución sumaria, arrojándola a la boca del Maydina Karya, que ya se había tragado a varios reos sin que nadie se quejara por ello. Todo era crueldad, y ni siquiera su íntima declaración de su incipiente amor por Anthony la salvaría.
El Concho rompió el silencio.
“Sigamos, no nos detengamos más. Estamos muy cerca de salir a la calle, de respirar el aire de la libertad, el aire viciado de componentes ácidos, alcalinos, ceniza volcánica y fuego, el fuego de la libertad. Vamos, caramba. Pero no os detengáis por nada, no miréis atrás. Olvidad, olvidad, olvidad”
“Nuestra guía, la razón de nuestra existencia, es compleja. Convencer al mundo de otra cosa es como esculpir un pedazo de granito negro con una cucharita de helado. No pensemos en el futuro, ni en el pasado, ni siquiera en el presente. Porque todo tiene un final, todo termina.”
Anthony se puso de pie, tomó a Fatimota de la mano y le colocó una flor de mancilla entre sus cabellos negros y lacios, que ni el sudor, la humedad reinante, y la poca humectación y la falta absoluta de tratamiento capilar con crema de ordeñe pasteurizada, podían ocultar su amazónica belleza.
Juntos caminaron de nuevo, siguiendo al Concho que iba adelante, marcando el camino, con una antorcha casi extinguida, por unos pasillos desconocidos, inexplicables, atravesando la ciudad por debajo de los edificio en ruinas, oliendo el fuego de los volcanes que no dejaban de arrojar lava y cenizas, oyendo las aterradoras explosiones de afuera. Pero aferrados a una ilusión, a una sola ilusión: el amor y la fórmula del H23Z4K+1, tatuada en la sensual espalda de Fatimota.
Finalmente, fueron a dar a una boca de incendio enterrada en el suelo, con una tapa de fundición de unos 5 cm de espesor que el Concho la levantó con una sola mano. Salieron. De pronto, el sol les daba de lleno en la cara, el astro rey.
“Sígame, Doctor Cachadara, debemos encontrar un refugio donde nadie se haya refugiado hasta ahora.” “Perdón señor Concho, es Kachavara.” “Okai, Okai. Es que su apellido es muy raro. ¿De qué origen es?” “Es turagliense, de las sierras de Loiácono. Allí mis tatarabuelos paternos, en tiempo inmemoriales, tenían una consultora laboral, un estudio contable y una agencia de seguros.”
Caminaron un par de cuadras por la Avenida Lalolu sudoeste, bajo una lluvia intermitente de cascotes ígneos, cuando a lo lejos Anthony pudo divisar, sin ser visto, a las inconfundibles siluetas perfectas y voluptuosas de Brigitte y de Mahama, charlando con una persona tirada en el piso.
Se detuvo en seco, con los brazos abiertos hizo detener a Fatimota y al Concho, y les dijo: “¡Esperen!, vamos pal otro lado” “¿Por?” preguntó Fatimota, inocentemente. “Por allá no. Hay mucho sol.”
Continuará…

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