UN CUENTO DE MIÉRCOLES

La pantalla titila, mortecina, en un rincón

Por Javier Arias

Sin dudas, el hecho de escribir es una de las actividades más solitarias del hombre. El concepto mismo, la idea de plasmar en escrito una idea es básicamente algo que nos deja solos. No me venga, Echenique, con las obras participativas, no, tampoco con las aulas pletóricas de estudiantes, que, amalgamados en un conjunto educativo, toman notas abigarrados de los conceptos que imparte el maestro. Eso no es escribir, usted me entiende, no se haga el paparulo.
Escribir, lo que se dice escribir, lo hacemos solos. Uno escribe cuando siente que eso que estaba pensando se agota dando vueltas en el balero, cuando cree que si no se sienta frente a la hoja, bueno, ya no frente a la hoja, ¿quien escribe con lapicera en estos días?, que si no se sienta frente a la pantalla y pasa en limpio eso que lo estaba atosigando va a terminar de volverse loco. Está bien, no siempre, Echenique, no siempre. No hace falta buscar la sanidad mental en el acto mismo de escribir. También uno escribe cuando le mandan escribir, cuando los tiempos apremian y la necesidad se transforma en una obligación.
Pero, qué quiere que le diga, eso yo no creo que sea escribir, debería llamarse de otra forma, debería haber otra palabra para definir eso de escribir por obligación. Como cuando nos juntamos a la noche en el diario, ¿no? Porque yo le estoy diciendo que escribir es un acto solitario, pero usted y yo nos conocimos en la redacción de la calle Belgrano, ¿se acuerda, no? No era muy distinta que esta que nos engallola todos los putos días. Y sí, ahí no escribe nadie solo, estamos compartiendo todos el aire rancio, el café quemado y la radio que suena molesta sin entregar nada. Igual, si me apura, Echenique, yo le diría que también así, con todo ese aire viciado que yo expiro y que usted al toque inspira al lado mío, compartiendo millones de bacterias cada minuto, así y todo, cuando lo escucho toser al lado mío, rascarse el sobaco, quejarse de Galíndez, putear a Arriagada, silbar al imbécil de Cornejo, así y todo, sigo escribiendo solo.
Hay pocas cosas que uno hace solo, pero solo en serio, si hasta nacer lo hacemos en público. Comerse los mocos me dirá usted, no crea que lo hace solo, yo lo enganché un par de veces dándole al horno de pan; hacerse la manuela, puede ser, no se lo discuto, aunque hay tanto degenerado dando vueltas que uno ya no sabe; morirse, ahí ya no lo secundo Echenique, que la huesuda no anda buscando la ocasión para visitarnos, viene y listo, sin protocolos de cantidad de público. El baño, hasta ahí nomás, que sólo es cuestión de reglas sociales, los romanos garcaban todos juntos, charlando de las Termópilas sin problemas como en un café de Corrientes, que no lo hagamos ahora es sólo cuestión de costumbres.
No, hay muy pocas cosas que se hacen en serio solos. Escribir es una de esas cosas. Porque yo me siento y me aíslo, desaparezco, me borro, pueden estar jugando al tute al lado mío que me nefrega, yo escribo, le sacudo a las teclas como si estuviera en una cápsula hiperbárica. A veces me rompen un poco por demás las pelotas y pego un par de gritos, eso sí, y se callan, o se van, o vaya uno a saber qué hacen, pero vuelvo a estar solo, escribiendo, que es lo que me gusta. En una de esas soy medio ortiva, puede ser, se lo admito, pero tampoco jodo a nadie, yo escribo, y lo hago solo. No me moleste, Echenique.

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