UN CUENTO DE MIÉRCOLES

No me moleste, Echenique

Por Javier Arias

Hay veces que escribo algo, cualquier cosa, no hace falta que sea una genialidad ni mucho menos, y me queda rebotando entre parietal y parietal, como esa musiquita que escuchamos camino a la panadería y que no nos podemos sacar de la cabeza. Como esa melodía que tarareaba el colectivero sin solución de continuidad y que involuntariamente nos contagia como un dañino estafilococo.
Y ando todo el día repitiéndome una frase, casi siempre sin sentido, casi como un mantra. Pero un mantra inútil, un mantra que me consume lentamente, todo lo contrario para lo que inventaron los mantras los pobres hindúes, un mantra que no busca la iluminación, sino todo lo contrario, un mantra caníbal que me va mordiendo las entrañas lentamente. Y voy por la vida, sonriendo poco o mucho, hablando, comprando tornillos cabeza en cruz, saludando gente, haciendo trámites, preparándome un café, lavándome los dientes, durmiendo la siesta, cenando en familia, atándome las zapatillas, todo, pero todo, con esa frasecita resonando en mi conciencia.
Lo peor es que creo firmemente que si la dijera en voz alta sería como conjurar el hechizo y lograría de esa manera desembarazarme de la mentada cantinela y podría volver a convivir pacíficamente con mis pensamientos, que tampoco son muchos ni muy variados, pero al fin y al cabo son distintos unos de otros y se van concatenando sanitariamente sin joder a la gente. Convertir a la verbalidad la frase recurrente, medicina apropiada para un mal que nadie aún ha diagnosticado con precisión. Pero no puedo engañarme, sé también que no puedo andar largando frases al aire sin sentido ni concierto, porque ya es difícil mantener esta apariencia de salubridad mental como para de repente, y sin motivo aparente, decir al aire cualquier barbaridad que se me ocurra. Porque estoy convencido que esa será la imagen inexorable que daré a mi entorno.
Pongamos que estoy dialogando tranquilamente -para el mundo que me rodea por supuesto, no en mi planeta interior de frases inconexas que se asemeja peligrosamente a una calle atestada de Afganistán- con la madre de un compañerito del colegio de mi hijo sobre la nueva maestra de música y sin motivo que lo amerite yo voy y le digo a la buena señora «no me moleste Echenique», que es la última frase que me viene atosigando desde la semana pasada cuando la escribí en la última columna. No creo que la pobre mujer lo vaya a tomar con tibetana paciencia. No, de seguro me mirará con gesto torvo, medio como asustada, pero disimulando el espanto, y con cualquier excusa vana me dejará solo en la vereda de la escuela, que a los locos habrá que seguirle la corriente, pero tampoco para arriesgarse a confirmar teorías suburbanas a la hora de salida de los chicos. No, será un buen remedio para mi problema, pero sigo manteniendo la civilidad que me han inculcado sabiamente mis padres.
Y así ando por la vida, con mi frase en un eterno loop, con mi «no me moleste Echenique» repiqueteando cansinamente en mi nuca, haciendo un esfuerzo hercúleo para no transformarla en sonido; luchando en silencio para que se vaya sola, aunque sea que otra la reemplace. Porque esa es otra de las mejores herramientas, no diría la más eficaz, que al fin de cuentas, como dicen, quitar un clavo con un nuevo martirio es comida de zonzos, pero llegados a este punto, no me moleste Echenique, es un tratamiento adecuado a la resonancia literaria, por lo menos a mí me da resultado.
Por eso, si algún día me ve con la vista perdida, no me moleste Echenique, inmóvil en una esquina, no crea, por favor, que he perdido finalmente el juicio, sino que ando buceando por ahí, buscando una nueva frase, una nueva idea, un sonido hecho palabra que suplante al anterior, para seguir andando; como quien dice, para mantener la cordura.

ÚLTIMAS NOTICIAS