Página de cuento 785

Kachavara For Ever – Parte 28

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

Anthony se paralizó ante aquella visión: Mahama besando a Arthur, el chorizo colorado suspendido en el aire cantando una vieja melodía de los Beatles, la tía Chola enajenada, peleando con el verdulero, que recién había abandonado a su amante Kabo Uago, un ser detestable que había muerto en el parque Fafofu alcanzado por una ráfaga candente formada de una mezcla de cuarzo, mica y feldespato a más de mil grados, que lo atravesó desde la espalda hasta el tórax, salvándole paradójicamente la vida a la tía Chola, que en ese mismo momento lo estaba abrazando sentada en un banco del parque. El rayo de piedra brillante lo había partido por la mitad a Kabo Uago, quedando la tía Chola sólo con su cabeza, continuando el beso, a pesar de todo.
Anthony se detuvo en seco, aferró a Fatimota, le corrió la túnica y volvió a revisar, en la espalda de ella, a su preciada fórmula del H23Z4K+1. Tomo el fibrón, desnudó la espalda de Fatimota y escribió, debajo de la fórmula: “SIEMPRE”. Volvió a cubrir la espalda de su amada y la abrazó.
La avenida, antes desierta, se comenzó a llenar de gente tosiendo. Una manada de hombres sin orejas y sin ojos comenzó a poblar la avenida, juntaban restos de roca fría de la calle. Las usaban como talismanes para combatir montoyas, seres del inframundo que cada vez salían en mayor cantidad desde debajo de la tierra, cada vez más caliente, y atacaban. Más gente salía de los edificios derrumbados, buscando cosas de entre los escombros, algún papel, o un tenedor, algo que los devolviera a su condición de seres humanos.
“Siempre” pensó Anthony.
De los volcanes de las hermanas Karya comenzaron a desprenderse ríos de lava incandescente, grandes oleadas se precipitaban hacia el llano, bajando por las laderas de los volcanes y arrasándolo todo. El río de lava estaba llegando rápidamente a la ciudad. Era de mañana, sin embargo, todo se oscureció de repente: una lluvia de cenizas ocultó al sol por completo. Miles de probostres muertos yacían en la playa. El mar estaba hirviendo.
Anthony fue arrastrado por una marea humana hacia el sótano de un edificio, junto a Fatimota, Brigitte, Mahama, Arthur, El Concho, la Tía Chola, el chorizo colorado de Arthur y el verdulero.
Afuera, la ciudad estaba en llamas, la lava había alcanzado ya al Parque Fafofu, A la Avenida Jajoju, al empalme Tatotu y al barrio del Obispo Papopu. Todo había desaparecido. Todo, tal como lo conocieran Arthur y su gente. Abdul Zongo, había desaparecido, los remises, las tiendas de abalorios, todo había quedado bajo la lava, que convertía en nada a la obra de la humanidad, tanto material como emocional. Lo material no importaba, pero todas las emociones, la nostalgia, los recuerdos, las aventuras vividas en aquellas avenidas, los amigos, los amores, los rencores, las peleas, los abrazos, los intereses, los desintereses, todo se había reducido a nada. La naturaleza, esa Madre que no perdona ningún desliz, había ocupado de nuevo su lugar. Sólo quedaba un tiempo, detenido en el tiempo, un pasado que ningún futuro podría repetir, ni siquiera imitar. Sólo quedaba aquello en la memoria de los sobrevivientes, quién sabe por cuán poco tiempo.
Estaban en un sótano, amplio pero tenebroso y caliente. Todo estaba sucio, sobre un rincón, amontonados en pilas, un montón de resabios de una civilización muriente: una insignia de chapa del automóvil club, una camiseta del Deportivo Rarrorru, campeón de narigo-ball de la temporada pasada, un florero de la Dinastía Talarga, con pinturas de alcanforeros y bambúes y el rostro de su famoso rey, el Rey Juancho.
Arriba todo vibraba, abajo la gente se aferraba a la vida.
Continuará…

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